dimarts, 26 de febrer del 2013

Hay algo peor que una despedida. Y es saber que nadie te echará de menos.

Se le clavó el dolor penetrante en el pecho. Se le llenó el cerebro de alcohol y el estómago comenzó a arderle. Tenía una botella de vodka negro en la mano izquierda y un par de pastillas de algún medicamento no recetado en la derecha. Le dio un trago al vodka y dejando las pastillas en el suelo, se secó el maquillaje corrido y las lágrimas con el brazo. Se encontraba sentada en su habitación, apoyada en uno de las esquinas de la cama, mirando la ventana, el pésimo paisaje que tenía delante, las nubes grises y tristes (casi tanto como ella) apoderándose del cielo y rugiendo enfadadas. Sentía que el corazón le bombeaba a doscientas pulsaciones por minuto, que el hígado estaba a punto de reventarle y que se le estaba quemando la tráquea. Se le rasgaba el esófago. No podía parar de llorar, estaba borracha y además destrozada, física y emocionalmente. Se le inundaban los ojos, el mundo y las pestañas. Volvió a agarrar las dos pastillas que segundos antes había depositado en el suelo y se tragó una, la otra la dejó ahí otra vez. Con la botella aún agarrada en la mano izquierda, se asomó a la ventana. Fuera llovía casi tan fuerte como en el interior de la chica.  Cuando abrió la ventana y se encontró con el exterior, se dio cuenta de que haberse limpiado el maquillaje no  había servido de nada, pues lo poco que había quedado había vuelto a manchar su rostro, extendiéndose por sus pálidas mejillas. La primera pastilla hizo que se sintiese algo aturdida. La lluvia le golpeaba la cara, los hombros, las manos, y las costuras de aquella sonrisa descosida. Se sentía como una de esas personas raras, fans de la lluvia, de la música alternativa y las películas francesas, como una de esas chicas que continuamente se sentían diferentes al resto de la gente. Pero le gustaba estar bajo ese manto de gotas de agua que caían del cielo. Volvió dentro, totalmente empapada y se tendió en el suelo. Cogió la otra pastilla, y ante el pensamiento de tener que esperar y sufrir la agonía de los efectos de aquellas pastillas y el vodka, decidió coger unas cuántas más. Media hora después, cerró los ojos y dejó de respirar. Ya era feliz. No había hecho ninguna carta de despedida, no tenía por qué hacerlo. Nadie iba a leerla. Ahora era libre del odio que sentía por todo lo que le hacía daño, aunque no tuviese el aliento para vivir su destino. 

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