Aunque no era capaz de admitirlo, le echaba de menos. Extrañaba su voz, su risa, sus problemas, sus alegrías. Cuando me contaba por teléfono una cantidad de cosas que nunca supe por qué me interesaban, solo sabía que quería escucharle. Y sonaba aquella canción de "Se dejaba llevar por ti...". Bueno, no lo sé, quizás sonaba otra...
Después de unas cuantas noches sin dormir y unas cuantas cosas que me "ayudaron" a olvidarle, me crucé con él por la calle.
Me invitó a un café que yo acepté, no tenía nada más que perdre con él. Ya me había hecho perder los modales, el orgullo, el sentido común y el saber estar más de una vez.
Allí estábamos, después de todo. Me contó cosas de mí misma que nisiquiera yo sabía. Cada mirada me acariciaba y cada palabra daba paso a un interrogante más afilado que todos los cuchillos de cien carniceros.
Salimos de aquella cafetería y me acompañó hasta casa, de camino a la suya.
- ¿Qué tal si para otro día invitas tú? -me dijo después de un larga silencio.
- No he perdido las malas costumbres, tú pagas.
- Espero que, al menos, hayas perdido tu orgullo -me replicó con una de aquella enormes sonrisas que no recordaba, que no quería recordar.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que me dijo:
- Aún consigo dejarte sin palabras, ¿eh? Casi con la misma facilidad con la que tú me dejas sin dinero -se burló él- Llámame cuando quieras tú café.
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