- Aquí el problema siempre has sido tú, no yo. Tú y esa maldita cobardía que treas pegada al zapato.
Mordí mis labios antes de hablar. Puse los ojos en blanco y los moví de un lado a otro, permitiéndome a mi mismo vistas de todo lo que nos rodeaba. Estoy convencida que él sabía que tenía razón, que no podría encontrar alguna excusa lo suficientemente buena para hundir mi teoría, lógica, en contra suya.
- ¿Me llamas cobarde a mí? -soltó una risa irónica, que incluso me asustó-. Creo que no soy yo el que te ha evitado durante las últimas semanas con excusas malas y sin ninguna solidez. Yo no te he esquivado con una cara de muerto mal viviente que solo desea matar a todo lo que se le atraviese en el camino. -dijo subiendo su tono de voz y mirándome con mala cara.
- Lo mio no es cobardía cariño, se llama dignidad. No creo que la conozcas, y mucho menos que la comprendas. -dije con rabia, reprimiendo mis ganas de tirarme encima suyo-. Deberías saberlo, después de todo la que debería tener más dignidad que yo es tu prometida. Es a ella a quien estás engañando, no a mí.
Vaciló unos intantes y vi como su rostro luchaba por no ponerse tenso. Cerré los puños con fuerza; estaba deseando coger una pistola y apuntarle en la cara mientra le decía mil veces lo cobarde que había sido para afrontar nuestra relación en todo este tiempo. Pero yo no era como la salvaje de su prometida, así que conté hasta diez lentamente para tranquilizarme.
- Mírate. -susurré, le observé fijamente, de los pies a la cabeza, con los labio torcidos. Ya no me provocaban ganas de besarlo, en ese momento solo quería golpearlo-. Hasta los problemas tienen más valentía que tú. Por lo menos, ellos nunca huyen, por muy malas que sean las consecuencias. Los problemas siempre están detrás de ti, no desaparecen. Te buscan hasta que te encuentran y te exigen que saldes las cuentas pendientes que tengas con ellos. No huyen, no corren, no se callan, no te mienten. Pero lo que tú tienes de guapo, lo tienes de cobarde.
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